miércoles, 16 de abril de 2008

Alcalá de Júcar

En medio de la llanura y del secarral manchegos, dejas a un lado la fealdad de Albacete y te sorprende una carretera sinuosa, excavada a mordiscos en una roca blanca que, en ocasiones, parece querer recuperar su espacio. Bajas con prudencia, pero tus ojos no pueden evitar fijarse en un paisaje sorprendentemente bello. Paras en algunos de los anchos miradores y fotografías la maravillosa hoz del Júcar y sus pueblos de fantasía.
A mí, sin duda, el que más me gusta es Alcalá de Júcar. El casco antiguo del pueblo (casi todo es casco, salvo las nuevas casas del valle entre huertas pegadas al río) tan sólo se aposentan sobre una cara del risco escarpado y blanquecino que bordea el Júcar. Sus calles son estrechas, laberínticas y empinadas. Sólo alguien de Toledo no se cansa al recorrerlas. Sus casitas, muchas abandonadas, son blancas también. Aunque por fuera parecen pequeñas, tienen amplias cuevas excavadas en la roca. Las cuevas más famosas son las del Diablo y las de Masagó. Se trata de dos restaurantes con pretensiones de museos de lo kirch. Atraviesan el monte hasta que en el otro lado ofrecen una visión privilegiada de la hoz desde sus sendas terrazas.
En lo alto del pueblo, existe un castillo restaurado y visitable, desde el que está prohibido tirar piedras. Abajo del todo está la iglesia, justo al lado del puente de piedra.
El río es durante fines de semana y temporada de turistas (valencianos la mayoría) el alma del pueblo. Los mayores pescan mientras los niños capturan y decapitan cangrejos de río para luego sacar un buen precio a los bares del lugar. De día, los que no gustan de la piscina, pueden bañarse en la cómoda playa del río. Cuando la temperatura es agradable, los padres guiris llevan a sus hijos a los parques infantiles acondicionados en una isla junto al puente. Un poco más tarde, pasado ya el jaleo en los días de mercado, da gusto pasear por la senda ecológica paralela al agua o por el suelo empedrado del poquito de llano.
Los del pueblo entran gratis a las cuevas de Masagó y del Diablo. Los de fuera pagamos tres euros. Puestos a elegir, me quedo con las últimas. Hay más que ver, un museo del cine al final del recorrido, y luego la sangre del diablo, que es un cóctel cojonudo.
-Me suena su cara. ¿No le he visto por televisión? -le entras al Diablo, hombre ciertamente de otro tiempo.
No te cuesta entablar conversación con él, ni que te cuente sus apariciones en programas de telebasura y te hable de la evolución del pueblo. Sus puntiagudos bigotes se erizan aún más cuando te habla de sus nueve -creo que eran nueve- hijos.
Y entre tanta cháchara, casi ha cerrado ya el museo del cine, y el propio Diablo te espera en la puerta mientras te dan un poco de grima el toro y el avestruz disecados. Te sorprende ver tanto objeto viejo amontonado. Sin duda es una experiencia que hay que vivir, sobre todo si eres fan de Cuéntame.
Un rato después, ya en casa, la madre de Xavi nos hace cenar toneladas de comida de esa que por pinta y sabor no puedes rechazar. Sus vecinos me preguntan por el cargamento de mujeres que les prometí y mi amigo y su padre se pican tanto que parece que van a llegar a las manos. La noche termina a copazos, en una partida de cartas en la que amiga la cocinera y yo limpiamos a su familia y vecinos.




Tengo un álbum de fotos del pueblo: